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Enrique López: El doctor que amaba los caballos

Por: Montserrat Molina C.Fotos: Familia López y archivo Revista Socios

El 26 de abril se cumplieron tres meses desde la partida de este inolvidable socio y ex vicepresidente del Club. Gran equitador, destacado médico y amante de la ópera, su familia lo recuerda como un padre cariñoso y un hombre ejemplar.

Casado con Cecilia –Cilette– Galilea Widmer durante 64 años, padre de cinco hijos –Enrique, José Luis, Ignacio, Cecilia y Constanza– y abuelo de 13 nietos, el doctor López –como lo llamaban cariñosamente en el Club– es hoy recordado con mucho cariño y nostalgia. “Fue un hombre muy vital, lleno de entusiasmo, que se enamoraba de todo lo que hacía. Tuvo tres grandes amores: la medicina, el deporte y la familia. Fue un muy buen papá y marido. Cariñoso, simpático y divertido. Tenía un gran sentido del humor y una llegada fantástica con la gente. Eran muchas las cosas que nos unían. Mis hijos fueron afortunados de tenerlo”, recuerda su señora Cilette.

Don Enrique López murió a los 94 años, en su campo en Victoria. “Esperó que la gran mayoría de sus hijos y nietos estuviera en el campo familiar para partir, porque es el lugar que todos en nuestra familia más queremos en el mundo. Es una especie de nido; el punto de reunión”, cuenta su hija Constanza.
Su vínculo con el Club de Polo comenzó luego de que se titulara de médico a los 24 años. Su madre Rosalía Caffarena le preguntó qué quería de regalo por su titulación, y él no lo dudó: una acción del Club de Polo. Había hecho el servicio militar en Caballería y su tío Pelayo Izurieta le había inculcado el amor por los caballos desde muy chico. Fue un gran equitador, estuvo en la comisión deportiva durante muchos años y después entró al directorio del Club y fue durante 20 años su vicepresidente. “En el Club siempre se comportó como una persona muy conciliadora. Nunca lo vi pelearse con nadie. Él siempre decía que habría sido mejor futbolista, pues estuvo a punto de ser profesional en la Universidad de Chile, y atleta; sin embargo, su pasión por los caballos lo hizo montar todos los días de su vida hasta muy pasado sus 80 años, en su fiel caballo Chincol. También fue secretario de la Federación Ecuestre de Chile cuando participábamos competitivamente”, dice su hijo José Luis.

Durante años y ad honorem fue médico del personal del Club y de sus familias. Atendía en una pequeña oficina al costado de las pesebreras. “Llegaban a consultarlo desde el gerente del Club hasta al jardinero y como mi padre mantenía sus contactos, los derivaba expeditamente a los centros donde trabajaban sus amigos. Así facilitaba enormemente resolver, a veces cosas complejas”, cuenta José Luis López.

Todos los hijos heredaron el gusto por los caballos. “Algunos han sido más persistentes que otros. José Luis sigue montando en el Club y le dio grandes alegrías a mi papá como equitador. Fue muy bueno, incluso fue vicecampeón sudamericano en categoría juvenil.
La otra gran pasión que nos heredaron nuestros padres, y en esto es imposible separarlos, fue el campo, los largos paseos a caballo, las decenas de fotografías durante el recorrido, los retos por galopar mucho, las paradas a apretar las cinchas, a acortar estribos, las historias que nos contaba”, recuerda Constanza.
“Nuestro padre era un hombre realmente extraordinario, porque no solo era brillante intelectualmente, sino que una persona muy buena. Como médico y a pesar de todos sus logros profesionales, jamás dejó de ser doctor de cabecera siempre disponible, a la antigua. Generoso como nadie, atendió a decenas de personas gratis durante toda su vida. Nunca lo oí alardear de nada. Siempre recibió cada logro y cada homenaje con sencillez y alegría genuina. Siempre ayudó en silencio”, dice Constanza.

La Academia Chilena de Medicina, a través de una carta publicada por su presidente, Rodolfo Armas, da cuenta del gran legado y dedicación del doctor Enrique López. Como anécdota señala que “lo más importante, era el seguimiento que realizaba a los enfermos de tiempo muy prolongado. A aquellos que no concurrían a sus controles, los iba a buscar a su residencia aunque vivieran en zona rurales aisladas”.
Por su parte, José Luis comenta que “como estudié medicina, me iba todas las mañanas con él al hospital porque estudiaba en el mismo lugar. Después me tocó ser su alumno… Trabajó a lo largo de su profesión en el Hospital San Juan de Dios, y le dedicó gran parte de su vida al servicio público. Fue un médico muy destacado; en los ’80 trajo a nuestro país la American College of Physicians –sociedad de medicina Interna principal de los Estados Unidos y la más grande e influyente del mundo– y formó el capítulo chileno”.
Agrega que otro de sus grandes orgullos fue la empresa de tejidos Caffarena, que formó su abuelo Blas, “donde mi padre ejerció de médico e incluso fue presidente del directorio. Los azares de la vida empresarial lo obligaron a alejarse y desprenderse de la empresa, hecho que para él fue notablemente doloroso”.

Con respecto a su personalidad, sus hijos comentan que “era muy rápido, con la talla siempre en la punta de la lengua. Llenaba los ambientes con su humor y sus miles de anécdotas: de la época del servicio militar, de sus tías Caffarena, de los atracones de pastas que se comían en la casa de sus abuelos italianos, de cuando estudió en Duke University recién casado y él y mi mamá eran pobres como ratas… en fin, miles de historias con las que nos reímos una y otra vez. Fue además un hombre muy valiente. Le dio la batalla a un cáncer muy agresivo dos veces, con una década de diferencia, tuvo unos tratamientos durísimos y nunca lo vi echarse a morir o victimizarse. Y nosotros pudimos disfrutarlo ‘de regalado’ 20 años más. Fue un gran celebrador de la vida. Pero sobre todo sentía que su principal rol era ser ese árbol añoso y de tronco muy grueso, en el que todos nos protegimos”.